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Crónicas Marcianas por Cesar Uriel Montoya Barajas


Octubre de 2026 — El picnic de un millón de años De algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él. Papá restregó los pies en un montón de guijarros marcianos y se mostró de acuerdo. Siguió un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de papá. Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó: —¡Hurra! Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos dedos de papá y miró cómo se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra. Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescar. Así decían al menos. La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y quizá también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza.

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