Había sido un día no muy distinto al de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamin Driscoll, tenía unos treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada.
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