Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte. Algo iba a suceder. La señora K esperaba. Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso. Nada ocurría. Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador.
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